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Irak: de la Disuación al Exterminio - Fernando Montiel T.

Para muchos, Irak fue el prólogo de la Tercera Guerra Mundial que comenzó apenas cayeron las primeras bombas sobre Bagdad. No importaron los informes de los inspectores que negaban la existencia de armas de destrucción masiva, tampoco importó la carencia total de pruebas ni su pueril y criminal falsificación por el dúo anglosajón, dúo que, al decir de Johan Galtung: “congrega a las culturas más violentas de la historia de la humanidad”.

A la inmoralidad de las intenciones siguió la ilegitimidad las acciones: nunca se presentó la segunda iniciativa de resolución al Consejo de Seguridad por falta de apoyo internacional; de aquí, la ilegalidad del ataque, y al fin, la atrocidad.

Las violaciones masivas a los derechos humanos, el tráfico legal e ilegal de armas y el aniquilamiento de civiles eran perfectamente previsibles. Desde hace algunos años Mary Kaldor advertía en su libro Las Nueva Guerras (Tusquets, 2001) sobre los tres patrones de las “nuevas guerras” (todas aquellas que explotaron después de 1989-1991): 1) violación sistemática de derechos humanos, 2) involucramiento del crimen organizado, 3) “socialización” de los conflictos armados. Irak por supuesto, no tenía porque ser la excepción. Con Kaldor, investigadores del Conflict Management Group de Harvard y un infinidad de organizaciones internacionales como la Cruz Roja Internacional y Caritas Internacional coinciden en que cada día, en las nuevas guerras mueren más civiles que militares; en que cada día, las “armas inteligentes” matan a más inocentes, y en que cada día, la mezquindad económica de los pocos (comerciantes de armas, ejércitos y energéticos) trae aparejada la miseria de los muchos: iraquíes, kurdos, chechenos, afganos, colombianos, etc.

Inmoral e ilegítima en su concepción, ilegal y atroz en sus resultados, la agresión contra Irak marcó el inicio de una nueva era: si un pacto de sangre marcó el siglo XX, con Irak asistimos al parto de sangre que vio nacer al siglo XXI.

El pacto del siglo XX fue la disuasión, y si nos descuidamos, el del siglo XXI será el exterminio. Nada fue igual después del 6 de agosto de 1945, y tal vez nada será igual después del 20 marzo del 2003. La multipolaridad anterior a la Primera Guerra Mundial fue sustituida por las ambiciones imperiales de 3 polos (Estados Unidos, Alemania y Japón) que a la larga desataron el infierno de la Segunda Guerra Mundial. A partir de Yalta y Postdam y por más de 45 años, la característica principal del sistema internacional fue la bipolaridad y hoy, a poco más de una década de la caída de la Unión Soviética y tras la criminal agresión a Irak, se confirma que vivimos -mejor aún, sobrevivimos- en un mundo unipolar. De aquí en adelante, el futuro es todo menos terso. Dos declaraciones en este sentido predicen un horizonte sombrío.

Zbigniew Brzezinzki (Ex Consejero de Seguridad Nacional durante la Administración Carter) afirma en la última página de su libro The Grand Chessboard (Basic Books, 1998) que “Estados Unidos es la primera, única y última superpotencia verdaderamente global”. De lo escrito por Brzezinski –quien también es, dicho sea de paso, padre putativo de Al-Qaeda- se desprenden muchas y muy serias interrogantes, aunque de todas la más importante y enigmática es ¿qué habrá después de la unipolaridad?.

Las respuestas sólo pueden ser hipotéticas. ¿Regresaremos a la bipolaridad?, si este fuera el caso ¿cuál sería el otro polo?, ¿Encontraremos la expresión política del esquema tripolar económico (ALCA-UE-ASEAN), o veremos el nacimiento de un nuevo orden mundial como resultado de una guerra global?. Todas estas preguntas descansan sobre un supuesto, digamos, optimista, en tanto asumen que algo habrá después de la unipolaridad. Lo cierto es que como Jano –el dios de las dos caras- la pregunta “¿qué habrá después de la unipolaridad?” también puede tener respuestas lúgubres. Aquí destaca la segunda declaración: con Irak “...se inicia la Cuarta Guerra Mundial...”. Estas son palabras de James Woolsey, ex director de la CIA y negociador de primer nivel en asuntos estratégicos como las platicas para limitación de armamentos estratégicos (SALT I), las negociaciones para la firma de los tratados de reducción armas nucleares (START) y los referentes a las fuerzas convencionales estacionadas en Europa (Tratado CFE).

Fue el filósofo Blaise Pascal (1600-1662) quien dijo que “Cuando las armas hablan, las leyes callan”. Hoy que la mano estadounidense ha arrojado todos los acuerdos y mecanismos internacionales para la resolución pacífica de los conflictos al cajón de los recuerdos, las palabras de Pascal retumban y anuncian tempestad. Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia han garantizado que el reordenamiento global posterior a la unipolaridad no estará gobernado por marcos legales; se han asegurado que la punta de lanza con que se configurará la nueva arquitectura internacional será la punta del cañón. Más allá de los giros taxonómicos particulares con los que Woolsey califica las Guerras Mundiales (para él, la Guerra Fría fue la Tercera) y si partimos del hecho que este nuevo estado de guerra permanente va creciendo, bien haríamos en recordar las palabras que dijera Albert Einstein cuando fue cuestionado respecto a qué armas se utilizarían en la Tercera Guerra Mundial: “... en la Tercera no lo sé, pero en la Cuarta sin duda se usarán palos y piedras”. Woolsey está equivocado, el sabor cobre de la sangre que hoy empalaga en Washington y Londres por el oro negro del Medio Oriente no es producto del inicio de la Cuarta, sino de la Tercera Guerra Mundial.

Vale la pena repetirlo: El pacto del siglo XX fue la disuasión, y si nos descuidamos, el del siglo XXI será el exterminio. Nos estamos descuidando y sin quererlo, estamos siendo arrastrados en esa dirección. Un par de ejemplos sirven para ilustrarlo. Ante la imposibilidad real de utilizar el armamento nuclear estratégico para fines militares (más allá de la guerra sicológica) sin incurrir en la Doctrina de la “Destrucción Mutua Asegurada” (MAD por sus siglas en inglés), hoy las baterías “creativas” se encuentran puestas llevar el potencial explosivo de la descomposición del átomo al armamento convencional, es decir, se busca la “nuclearización de la guerra convencional”, en este sentido, los misiles “enriquecidos” con uranio empobrecido no son más que el principio. Al mismo tiempo, los Estados Unidos siguen empeñados en habilitar el National Missile Defense (NMD) con el que se acabaría de romper el equilibrio nuclear que comenzó a resquebrajarse tras el abandono unilateral, por orden de George W. Bush, del Tratado ABM de 1972. De concretarse con éxito, el NMD abriría a Washington la posibilidad de lanzar ataques nucleares, cuando sea, contra quien sea, y neutralizar los contraataques de sus víctimas usando satélites para destruir los misiles enemigos. Estos no son hechos aislados, pues se encuentran inscritos en sucesos políticos y económicos de envergadura histórica. Por un lado, todo esto ocurre a la par de la mayor reestructuración burocrática del gobierno estadounidense de los últimos 50 años: el diseño y creación del Homeland Security Deparment que en esencia no es más que la oficialización del Estado totalitario en la que se autodenomina “la mayor democracia del mundo”; al mismo tiempo, Washington hoy opera con una economía de guerra: el presupuesto militar que se aprobó en los Estados Unidos para esta administración es el más elevado en la historia. El equivalente: 15 veces superior al de todos los demás países juntos.

Estos no son eventos políticos y económicos pequeños, sus efectos no pueden ser pequeños como tampoco lo serán sus resultados. A la luz de estos eventos, negar que lo ocurrido en Irak es un parteaguas histórico no pasa de ser una necedad. Sin exagerar, el parto de sangre del siglo XXI puede ser el principio del fin.

Muchas novedades macabras se asoman en Irak, particularmente si miramos al futuro, y, aún, como en la tesis del eterno retorno de Nietzche, encontramos indicios que apuntan al pasado, y de donde pueden soplar vientos de esperanza.

Un ex general estadounidense ha sido nombrado para “administrar” Irak. Día a día, crecen las muestras de repudio en contra de los Marines, quienes conscientes de su papel de invasores, lo asumen y lo expresan haciendo del asesinato -por igual de pacifistas que de nacionalistas- su primer acto de gobierno. ¿No es esto conocido?, ¿no fue así como se conquistó el Potosí y Tenochtitlan?, ¿No fue Simón Bolívar quién dijo “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad”?. Si bien la de Irak es una “nueva guerra” también tiene algo de vieja: es una “nueva guerra” colonial. Pareciera ser que después de todo, la historia siempre sí es una espiral: hoy, en el siglo XXI como en el siglo XV, las guerras son por recursos, y los recursos se explotan y se conquistan -igual que hace 500 años- a sangre y fuego. Al fin, como el de Pascal, el genio de Bolívar trascendió a través del tiempo, y aún, se hizo más grande pues los Estados Unidos plagan el mundo de miseria en nombre de la libertad.

Pero si bien la historia es vieja, también es dialéctica, y es que para entender los procesos de explotación hay que entender los procesos de liberación. Así como en el pasado se expulsó al Imperio Español de Nuestra América, hoy la dignidad se encuentra en expulsar a los Estados Unidos de Irak. Que las armas callen y que hablen las leyes. Mucho se puede esperar de la fuerza de las ideas: como “justificación” al ataque contra Irak de Washington solo se escucharon balbuceos que iban desde quitarle a Hussein unas armas que nunca se comprobó que tuviera, hasta romper su vínculo –no solo incierto, sino incluso improbable- con Al-Qaeda pasando por el derrocamiento del régimen, e, incluso, la negación simultánea de las tres. La lucha por la paz comienza por las ideas. Irak debe ser desocupado por Estados Unidos y su gobierno debe recaer en manos de un iraquí legítimamente electo. Esta es la primera demanda que cualquier persona honorable debe abanderar, con el objeto de prevenir un modelo afgano, en el que Hamid Karzai, -restaurantero estadounidense ligado a compañías petroleras- “gobierna” unas cuantas calles de un país en el que nadie lo conoce, protegido por escoltas que lucen la bandera de las barras y las estrellas en el uniforme. La segunda demanda es el pago de los daños. Irak lleva 10 años pagando “gastos de guerra” por igual a la ONU que a los Estados Unidos bajo el amparo “legal” del programa Petróleo por Alimentos: solo el 33% de los ingresos iraquíes por concepto del Programa se quedaban efectivamente en el país para atender todas las demandas sociales (a lo que habría que restar el monto que se desviaba vía corrupción). El dinero que le fue robado bajo este Programa debe ser devuelto al pueblo iraquí y los daños causados por al guerra de 1991 y la del 2003 deben ser compensados por los agresores, quienes, además, deben ser sancionados. Esta última es la tercera demanda: castigo a los responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad.

¿Son difíciles las tareas? Tal vez, pero la decisión es simple: se recupera el camino de la legalidad o permanecemos en la senda de la destrucción. En estos temas, a este nivel, no existen puntos intermedios. “Piensa global, actúa local” reza un dicho popular muy en boga en estos días. Aún así, ahí donde la lógica y la ética fracasan en la tarea de despertar conciencias, y ahí donde el humanismo no penetra la gruesa piel de la indiferencia, tal vez consiga algún resultado el instinto más básico de todos, el de conservación. Pues no debemos olvidar que, nuevamente: El pacto del siglo XX fue la disuasión, y si nos descuidamos, el del siglo XXI será el exterminio. Al fin, vale la pena recordar que la Madre Teresa de Calcuta solía decir “A veces sentimos que lo que hacemos es como una gota en el mar, pero sin esa gota el mar sería más pequeño”.

Fernando Montiel T.
Editor. Analista y consultor en relaciones internacionales y resolución de conflictos.

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